Vamos a hablar de lo que llamamos “aberración histórica y renovación postmoderna del melodrama”.
El melodrama, si bien se sabe que Hipólito, de Eurípides, ya tiene soluciones del género, toma cuerpo y recorre el mismo proceso del romanticísmo que tuvo su inicio en Alemania con el tormentoso y afín título de Max Klinger, Tempestad e Impulso (Sturm und Drang) (1776), rótulo que da nombre y sentido a todo un movimiento de renovación espiritual,revive realmente en Francia con la versión del mito de Pigmalión, de Juan Jacobo Rousseau, y termina de cuajar como género alrededor de 1800 de la mano de Gilbert Pixèrècourt (1773-1844).
Representante del romanticismo dentro del teatro, tampoco hay que esforzarse mucho para identificar en el melodrama las influencias de los modos de la literatura gótica. Mucho le debe parte de su estética y propósito de elemental conmoción a creadores como Horacio Walpole y a su esposa Mary Gudwin Shelly, autores respectivamente de El Castillo de Otranto y Frankenstein, como pudieron apreciar los espectadores de las telenovelas brasileñas en El hombre Lobo de Roque Santeiro, en el misterio de la habitación siempre cerrada de La sucesora, o en el lunático de Te odio mi amor.
Pero de mayor significación que este antecedente es el proceso histórico-ideológico que tiene lugar en la base filosófica que sostiene al romanticismo, y por ende al melodrama.
Como es de inferir, aunque breve, el romanticismo tuvo una primera etapa muy combativa; significó el enfrentamiento con el ya acartonado o muy rígido clasicismo. Fue la expresión artística de lo que en el nivel político sucedía en el combate de la burguesía revolucionaria contra la aristocracia. Desencantada luego la burguesía intelectual con los ideales de la Revolución francesa, se refugió en sí misma, elevó aún más lo individual hasta alcanzar niveles supremos y no hubo aspecto de la vida que dejara de adquirir categoría de leyenda o de fábula; puso sus ojos en el pasado heroico nacional, es decir, volvió al medioevo; asumió con esto una actitud de negación hacia el racionalismo, y se nutrió, y desde entonces se nutre, de la imaginación, de los sentimientos, del culto a lo misterioso, como ya vimos, y de las posibilidades del milagro.
En síntesis, ya sabemos qué estilo produce actitudes humanas como el individualismo y la subjetividad, la falta de lógica, el sentido del misterio, el escapismo, el reformismo, el sueño, la fe, el culto a la naturaleza, el regreso al pasado, el pintoresquismo y la exageración; pero nos parece que huelga mayor argumentación para hacer ver que el melodrama, como cualquiera de los otros cinco géneros dramáticos restantes, expresa exactamente eso, actitudes de las personas, aun cuando las de aquel puedan no contar con nuestra simpatía. He ahí su legitimidad; pero también el acomodadizo y condescendiente material que facilita la tendencia oportunista a la apelación a los sentimientos primarios de los semejantes con fines de aceptación a cualquier precio, y su estímulo a la frivolidad y a la simpleza. Con esto queda justificado el rechazo de los más rigurosos, de los que ven en el arte una posibilidad de crecimiento espiritual, de los que saben al ser humano perfectible y lo colocan por sobre cualquier otro interés.
Pero la luz para empezar a dilucidar desde el punto de vista técnico la anomalía que ha sufrido el melodrama históricamente nos la proporciona una frase del libro Técnica del montaje, de Carlos Piñeiro:
“El tono patético y exagerado del melodrama se hace insoportable cuando es tratado con la contención de la pieza”
Una precisión especializada de este juicio explicitaría: cuando es tratado como un género realista. Eso es exactamente lo que ha sucedido, el melodrama asumido como si fuera una tragedia o una pieza, aspirando a un rigor y a una profundidad temática para las que los cánones del primero, sus soluciones, no están preparadas, toda vez que son el resultado de lo fortuito, es decir, a través del deus ex machina, de un elemento externo, mágico, milagroso o casual, y no como consecuencia de las acciones dramáticas con las que se estructura.
Ese afán de verismo que indebidamente ha acompañado al melodrama desde mediado del siglo XIX ya venía intentándose, pero podemos imaginarnos que se escuchan las palabras regocijadas de quien lo consolidó, Alejandro Dumas hijo:
“¡Tout va tres bien!”…
La literatura dramática, aunque aún el novelista Gustave Flaubert no exhibía su recurso de objetividad, había llegado a un estado de realismo muy avanzado, pero Dumas hijo retrocedía y estrenaba en 1848, con enorme éxito, La dama de las camelias. Un tema de vocación realista, pero con solución casual (recordemos el recurso de la enfermedad de Margarita); de manera que no surge, como queda dicho, de la acción dramática, sino que pone en mano de Dios la solución del conflicto. Típica apelación no realista del melodrama.
Nadie se había atrevido a dar un salto tan riesgoso. De modo que si el apasionado Rousseau, el aventurero y prolífero Pexèrècourt y los seguidores de ambos habían asumido la utilización de la música como elemento dramático-expresivo, el misterio gótico, los vengadores héroes populares y los ambientes exóticos como artificio, y por tanto sin pretender verismo alguno, Dumas hijo traicionaba ese espíritu de puro divertimento justiciero y actitud anticlasicista, y sellaba una corriente literaria aberrada al abrirle las puertas –o los escenarios- a la sensiblería con su oportunista y caprichoso empeño realista.
Con Alejandro Dumas hijo el melodrama pretendió entonar el canto a los dioses propio de la tragedia, pero como todo imitador ha tenido que arrostrar su imagen de caricatura y epítetos como “melodramón”, “culebrón”, etcétera, en señal de su desprestigio; sólo por hacerse pasar por un género realista. No lo es. El más elemental sentido común nos está indicando que estamos en presencia de un divertimento, que únicamente podemos hacerlo digerible y hasta convertirlo en una pasatiempo agradable, si somos capaces de hallar lo que parece que fue la conclusión inteligente a la que llegaron los colegas de la televisión brasileña en sus mejores trabajos, puesto que tampoco todas sus telenovelas tienen el rigor de un perfecto manejo del género.
Desde luego que ese hallazgo únicamente ha consistido en ajustar el melodrama a sus parámetros originales, sin verismo pretencioso que, por estar fuera de lugar, lo ha hecho caer históricamente en la sensiblería. Como un juego, que es exactamente la gama de posibilidades que nos ofrece el melodrama.
Añadámosle a los brasileños el magnífico trabajo estructural de cambios programados dentro de la estructura clásica o aristotélica. Unas más y otras menos, la mayoría es eficiente, ateniéndose su éxito más a lo que se acaba de decir que a sus grandes costos de producción.
De ellas, si hubiese que destacar un paradigma, Roque Santeiro¸ por su visión postmodernista, por buscar y ofrecer sus raíces nacionales sin localismos incomprensibles, porque se ríe con desenfado de sí misma. Un excelente ejercicio intelectual que divierte y aporta, que entronca con una tradición literaria y artística genuina y universal, la sátira, la parodia.
Por otro lado, con el presentimiento de hallar algo útil, habría que estudiar con detenimiento y genéricamente el teatro del cubano Héctor Quintero, por lo bien que se ha estado moviendo en ese campo a veces impreciso entre la comedia y el melodrama. Véase sólo una de sus obras, las exageraciones patéticas de personajes entrañables y las casualidades en El premio flaco.
En la edición de 1979 de su Teatro, de la Editora Arte y Literatura, Héctor se queja de que las puestas en escenas europeas desvirtuaron el sentido de su obra por haberlas montado resaltando únicamente sus aspectos melodramáticos, “al estilo, dice el mismo Quintero, de los más amelcochados dramones del peor cine comercial latinoamericano”.
Pero más arriba había confesado su correcta intención: “Ninguna escena de esta obra deberá producir lástima en el espectador, sino reflexiones. Esta pieza no es un melodrama ni en sus escenas más cercanas a éste. En todo caso posee personajes y situaciones melodramáticas, pero esto en un sentido criticista. O sea, no es para resaltarlo (el melodrama), sino para burlarlo”.
Dicen que los autores no saben explicar lo que hacen. Por lógico prejuicio con la aberración histórica del género, el teatrista reniega de esa etiqueta desprestigiada, pero usa sus soluciones fortuitas: el punto de giro de la estructura es la balita dentro del jabón que proporciona una casa a Iluminada, la protagonista; y el pre-clímax o escena necesaria, el bombardeo que casualmente le destruye dicha casa. Equivale a decir que utiliza soluciones que vienen de arriba, de Dios, de afuera de la obra, y por tanto esto las convierte en soluciones no realistas. No se ve obligado a dar explicaciones probatorias de los sucesos, “esto es un juego”, parece decirnos; y para desensibilizar sus entrañas no sólo exagera sino que se burla al estilo del gran humanismo. No hay que olvidar que lo cómico en Chaplin brota de la frustración de sus personajes. Todo lo anterior hace a Quintero acertar con el tono exacto de lo que debe ser un melodrama actual.
En nuestra época todo es renovación, cambio, pero también continuidad. Nada nace de la nada, pero lo que nace tiene que desprenderse de lo inútil; en este caso del realismo impropio del melodrama, y quedarse con lo esencial, sus soluciones de divertimento, sus estereotipos. Esa será la gran línea de continuidad que habrá de llevarlo adelante.
Nadie que conozca la dinámica que ha impreso el melodrama, con su flexibilidad de artificio al panorama dramático, puede estar en su contra en la actualidad, pero sí de la aberración que lo ha hecho ridículo.
El postmodernismo, si algo bueno nos viene enseñando, es que para abordar en estos tiempos el melodrama sin burlarse del espectador ni caer en el facilismo, hay que tener talento. Piénsese en Pedro Almodovar y el uso que le da a la sensiblería, al pastiche, o en Woody Allen riéndose de los propios mecanismos que usa, o en el caso citado del teatro de Héctor Quintero. Hay en ellos un regusto por la exageración, una visión cariñosa, pero sarcástica, enjuiciadora por momentos, pero siempre divertida.
Desde luego que tampoco hay que asombrarse en este retornello ahora postmodernista. Recordemos que de la alienación emanante de los libros de caballería nació como parodia el Don Quijote. ¡Magnífica telenovela! Con su pasión de necesaria idealidad por Dulcinea del Toboso. Apenas le faltarían unas cuantas acciones dramáticas subordinadas tan emblemáticas y divertidas como su acción-base.
El aberrante melodrama a lo Alejandro Dumas hijo limita los temas y enajena al espectador. En cambio, si se abre el diapasón en cuanto a las propuestas y sus estéticas, se evidenciará que a las relaciones entre el libretista o guionista, el público y el productor, las benefician incuestionablemente más la empatía que caerse obligatoriamente simpáticos. Lo está demostrando el caso citado de Brasil con sus atrevidas telenovelas recorriendo el mundo. Se debe estimular a un espectador activo, crítico, que ejerza sus posibilidades de análisis, es decir, debemos respetar su inteligencia.
Por todo lo hasta aquí analizado pensamos que si la modalidad contemporánea del arte dramático donde ha ido a refugiarse el melodrama, la telenovela, asume el cambio, y por tanto es tratada algún día con la amplia perspectiva artística que deseamos para ella, “está aún por dar sus mejores frutos”, como se pudo leer oportunamente en un reclamo de la prensa especializada venezolana.
Texto escrito por:
Gerardo Fernández García, dramaturgo, guionista y profesor titular de la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual (ISA), de la Universidad de las Artes de Cuba, profesor de Dramaturgia y Guión en Casa de la Cultura “Benjamín Carrión” en Quito Ecuador.