En una oportunidad se le escuchó decir a un conferencista, cineasta latinoamericano de indudable prestigio como director, que existen conflictos étnicos que no se pueden expresar a través de los cánones de la cultura occidental. Se refería específicamente a la estructura clásica o aristotélica, la mal llamada “fórmula hollywoodense”.
Si este prejuicio, si esta doble confusión no le hubiese causado, además, tanto perjuicio en pérdida de reconocimiento y de recurso a un cine sin apoyo y al que la distribución aun en sus propios naciones de origen deja tan poco margen de desarrollo, estaría de más ocuparse en tratar técnicamente de poner alguna luz en el camino.
El arte dramático en occidente tiene más de veintiséis siglos dentro de los cuales se puede hablar de estructuras coherentes, al menos de dos estructuras definidas, de las tres conocidas por nosotros: la clásica, la que definió Aristóteles basado en el estudio de dos siglos de tragedias y comedias, y la de carnaval o “menipea” que emana del método pedagógico que, al decir de Platón, empleaba Sócrates con sus alumnos. Precisamente uno de ellos, Menípeo, posteriormente devenido en poeta en el sentido que desde Ephraín Lessing le damos a un dramaturgo, fue el primero en emplearla. La tercera, la de progresión acumulativa, tiene un origen asiático, y se conoce en occidente a través de los rusos Alejandro Ostrovski y Antón Chéjov, coincidencialmente en los momentos en que surgía un soporte técnico con base en la fotografía donde mejor que a través de cualquier otro medio podía emplearse su método creativo, el cine.
El arte no puede prescindir de la forma, y forma en el arte dramático, ya sea por medio del teatro, el cine, la radio, la televisión y hasta los “comics”, aunque en sentido general sea un concepto más general, más plástico, que abarque estilo, montaje, etcétera, es principalmente género y muy en especial estructura.
Las estructuras artísticas, desde luego, son convenciones, leyes que se da el arte para su cohesión interna, pero fundamentalmente para lograr autonomía en relación con la vida real. Independencia que no quiere decir artificialidad. Las estructuras son el resultado de la mimesis, emanan de la propia experiencia existencial del hombre, de los modos en que él se comporta o de cómo observa el mecanismo de comportamiento de los demás.
Pongamos por caso, el ser humano asume la vida con dos actitudes, la activa o la pasiva o con una mezcla de ambas. Si es activa su acción la llevará adelante a través del reclamo, la súplica o la agresión, y en cualquiera de las tres actitudes tendremos una situación dramática. Pero si el individuo es pasivo simplemente informará, lo que dará como consecuencia una situación narrativa. A la actitud activa responde la estructura clásica o aristotélica, también llamada de suspenso o de Mèliès. Y a la situación pasiva, la estructura de progresión acumulativa, de los Lumiere o documental, que ha sido la preferida del llamado “cine de autor”. En el caso de la estructura de carnaval o “menipea”, como resulta libérrima, es donde se produce la mezcla de ambas actitudes. Simplifiquemos. Estructura clásica o aristotélica: pura acción dramática que nos lleve al clímax. Estructura de progresión acumulativa: crecimiento informativo hasta el clímax. Estructura de carnaval o “menipea”: composición con la mezcla de ambas actitudes y ausencia de clímax.
Si improvisamos una estadística a partir de nuestra experiencia personal, arrojaría que los autores en occidente, históricamente, han estructurado sus obras en la siguiente proporción: estructura clásica o aristotélica, el 95%,; estructura de progresión acumulativa, el 4%; estructura de carnaval o “menipea”, el 1%.
Pero un profesional de la dramaturgia caería en una ceguera de especialidad limitante si se hiciera abanderado de cualquiera de las estructuras conocidas, puesto que su uso depende del tema o más bien de la historia que va a narrar, cuyas características le imponen el uso de una de ellas. Pero sucede que la selección de la anécdota más bien depende de la actitud que el creador asume ante su arte en función de la vida, puesto que sabemos que las estructuras sustentan modelos de pensamiento. Julia Krinteva resalta en este sentido como fue el asiático Chang Tung-Sun, “quien venía de otros horizontes (el de los ideogramas) donde en lugar de Dios vemos desplegarse el diálogo Yin-Yang, el que evidenció las insuficiencias de la lógica aristotélica en su aplicación al lenguaje”, con tanto acierto empleado hoy para cientificar, y no para santificar, el análisis literario.
Indudablemente que dos de las estructuras descritas, y principalmente la aristotélica, son deterministas, monologista; un sujeto, el autor, como Dios, imponiendo un predicado, es decir, un modelo de pensamiento. Pero acabamos de apreciar que también occidente, por vía de Platón (realmente un clásico poco dado a la ficción: recuerden que nos sacó de su República ideal), ofrece una posibilidad más abierta, dialogista, una estructura nada aristotélica.
Exactamente lo que se puede deducir de aquel criterio anti-aristotélico del conferencista, porque ni siquiera se trataba del cuestionamiento al determinismo de la estructura clásica, es el prejuicio que erróneamente se ha hecho surgir del uso que el teatro, la televisión, la radio, pero principalmente por su influencia global, que el cine comercial le ha dado al diseño estructural que describió el teórico peripatético.
Hollywood, en su empeño de no arriesgar un centavo, de vender su producto por sobre cualquier otro interés, opta casi invariablemente por la efectividad del hallazgo de Aristóteles, es verdad. Muchas veces formula sobre él de modo evidentemente ordinario y provoca actitudes adversas en personas poco adiestradas. Pero la fórmula de Hollywood, o del arte comercial todo, tiene mucho más que ver con el “star-system” y con la gramática fotográfica de composición, que con Aristóteles. En todo caso un buen lugar hacia donde dirigir la mirada para, sin asombro, hallar el espíritu del primer teórico de la dramaturgia es hacia las estructuras shakespereanas: parte por parte encontramos en ellas todas las funciones que el iniciador descubrió como constantes en las obras griegas que pudo analizar. O también -¿por qué no si no es monolítico?-, observar las grandes películas hollywoodenses no formuladas sino estructuradas, sostenidas sobre la sencillez de esa misma forma. De haber observado aquel conferencista estos ejemplos entre la inmensa mayoría, hubiese llegado entonces a la conclusión de que su censura fue poco aguda, que no se trataba en aquel caso de la estructura al uso, sino de la pobre estética asumida y de la poca profundidad y escaso rigor con que se abordó la propuesta humana. Toda vez que precisamente el arte de esta especialidad con el modelo clásico consiste en ocultar la estructura sobre quien va grabado el contenido.
Pero, también habría que demostrarle con un sencillo ejemplo que un conflicto en otra cultura no es esencialmente distinto. En el libro Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba, Fernando Ortiz reproduce una interesante pantomima titulada Danza de la miel, de los pigmeos centroafricanos, los cuales, presumimos, no sabían nada de las conclusiones y las preceptivas del griego iniciador de la teoría del arte dramático. En la exposición entra un pequeño y simpático mimo figurando el estado del hambre y buscando algo con lo que calmarla. Surge el punto de giro cuando halla una colmena, cuya característica de complicación es doble en este caso, una, porque el árbol del que cuelga está en lo alto de una pendiente, pero, además, posiblemente esté repleta de agresivas abejas, no se sabe. El desarrollo comienza cuando el pigmeo se prepara para subir y catarla: “… enciende fuego, alumbra una antorcha, se pone una calabaza a la espalda y, con el cuchillo entre los dientes, parte para el rico depósito de miel. Escala el peñasco, sube, salta, resbala, cae, se levanta, vuelve a deslizarse, al fin llega”. Para entonces producirse el repotencializador y reorganizador pre-clímax: “Con la antorcha ahúma la colmena y con el cuchillo la abre…”. Ya no hay vuelta atrás, inevitablemente, para bien o para mal, vamos hacia el clímax: “… con la lengua prueba la dulce linfa. ¡Qué sabrosa! Todos los espectadores ríen al ver sus graciosas muecas de goloso, pero de repente una contracción espantosa. Una abeja lo ha picado. Y luego otra y otra más, diez, cien, todo el enjambre, y el danzante simula que se defiende de los terribles animalitos con una rica cómica irresistible. Una abeja le pica la barba, otra entre los cabellos, otra, más atrevida, punzante y dolorosa, sin reparo, ha penetrado los pliegues de su tenue taparrabos y ha clavado su aguijón en… ¿Cómo decirlo?”. Y finalmente comenta Ortiz: “… esas danzas y esas pantomimas de los pigmeos africanos, pueden calificarse como arte dramático”.
No se podrá decir que es la visión de occidentales, pues lo que cuenta aquí no es lo que se relata, sino el orden en que fueron ejecutados los sucesos que se narran. De esta forma queda demostrado que también los africanos componen o pueden componer aristotélicamente su arte dramático. Y esto es así, porque en el caso señalado el hallazgo del estagirita, la acción dramática que estructura y unifica, no es otra cosa que la lucha del ser humano contra los obstáculo que le ofrece la sociedad o la naturaleza; por lo tanto no se limita a una región del planeta o a cultura alguna, sino que es algo esencial, intrínseco al hombre ecuménico, universal, a su entendimiento, a la forma en que vio y ve desarrollarse la vida a su alrededor y, en consecuencia, así también la representa. No es gratuito entonces que, por su sencilla linealidad, sea esta la estructura que cuente con el favor generalizado de los no iniciados en el goce de algo más que no sea la anécdota.
Realmente las precisiones hay que hacerlas por el exceso de influjo que se le atribuye al arte en la conciencia del hombre. Desde luego que es sustentador e incuestionablemente diseña patrones de conducta o modos de vida, pero, no obstante las influencias que sus obras lograron y la maestría que se les conoce, ni Sófocles ni Lópe de Vega ni Sakesperare ni Corneille ni Oscar Wilde ni Tenesse Williams e incluso ni el mismo Bertolt Brecht, fueron ellos, con su trabajo creador, motivos de cambios radicales en sus respectivas sociedades, como parecía aspirar el dimensionador conferencista aludido.
Y en cuanto al determinismo del formato clásico, tampoco éste es el resultado absoluto de la estructura, sino del mayor o menor grado de realismo del género para el que se esté trabajando. Son muchos los ejemplos de tragedias clásicas o contemporáneas cuyos finales no son previsibles en sentido general y fueron confeccionados con la misma estructura. El espectador tiene la sensación de que el mal siempre será reparado cuando la premisa al uso es evidente porque la historia que le narran tiene el sentido edificante de una comedia o la ligereza de una tragicomedia o de un melodrama, pero no sucede lo mismo con la tragedia, no obstante trabajar con igual estructura. No sucede lo mismo tampoco cuando el propósito implícito que se persigue es destacar una situación a través del ejemplo negativo, de modo que resulte el final que nadie espera o se logre un clímax no conclusivo.
A la gran confusión existente contribuyen en mucho los códigos del “star-system”, como ya habíamos apuntado: se ha acostumbrado al espectador a que si el protagonista es una gran estrella, y por lo regular lo son, ése no va a morir o al menos su causa saldrá vencedora.
Desde luego que se está aludiendo, negando, un determinismo pormenorizado –alguna solución o cierre habrá-, puesto que ya ha quedado reconocido que la estructura clásica es conminatoria y significante. Lo que sucede es que no se hacen distinciones de mayor o menor rigor, género realista o no realista, etcétera. Se introduce en el mismo bolso al Luis Buñuel de Viridiana, con Rambo, o al filme argentino también clásico, Historia Oficial, de Goldenberg-Puenzo, con Aliens, al Luis Alberto Lamata de Jericó, perfectamente aristotélico, con Los intocables.
Ese lógico rechazo a los modos de hacer del arte dramático comercial, a la fórmula hollywoodense, indebidamente relacionado con el modelo clásico de estructuración, ha hecho mucho daño a uno de los renglones ya de por sí el más débil del cine latinoamericano, el guión, la dramaturgia, precisamente por la indebida asociación que ha hecho ver a Aristóteles como un grosero calculador de fórmulas, y hasta se le culpa de la crisis contemporánea del teatro por la pérdida de lo que llaman su poesía natural, el rito. Tal injusticia, amén de ser un disparate, es un llamado a la ignorancia, es como achacarle a Copérnico la responsabilidad de los terremotos por haber descrito la rotación de la tierra. En todo caso habría que, en lugar de culpar al peripatético por sellar con su descubrimiento el ritual que va del sujeto al predicado en la literatura dramática, responsabilizar a Arión de Metinna quien, al decir del célebre legislador Solón, su contemporáneo, fue el primero que dio forma clásica a una tragedia. Pero ni eso sería justo. El proceso de composición no fue determinado por hombre alguno, sino que es el producto de la observación y del innato procedimiento de aprendizaje de la persona, la imitación.
Por otra parte, la profesión del escritor de cine en nuestro subcontinente ha sufrido de la misma subvaloración que ha tenido en cualquier parte del mundo desde el surgimiento de ese medio que, para nuestra desgracia, nació minusválido, nació mudo. Los propios términos que designan su función o especialidad así lo expresan: guión, guionista. De una simple guía se servían los pioneros del cine para ordenar una peripecia detrás de la otra, y nada de asombroso tiene el hecho de que la palabra inglesa sketch tenga tres acepciones tan periféricas: diseño, esbozo, bosquejo. No es extraño tampoco que, según cuenta Ian Hamilton en su libro El Escritor en Hollywood, todavía a veinticinco años del nacimiento del cine, al final de los años veinte, el espectador estadounidense ignoraba de la existencia de tal profesión y se imaginaba que los actores improvisaban sus papeles o que el director se lo iba indicando tras la cámara. De modo que nació la profesión en el cine con tal elementalidad de función que dio cabida a una subvaloración de la que no la salvó ni el surgimiento del sonoro, y ese bastardísmo fatalista ha estigmatizado su existencia tanto como para que los más profundos analistas no visualicen y dignifiquen su aporte.
Ciertamente el guión es letra muerta, pero una letra muerta que tiene que poseer toda la potencialidad posible para una buena recreación: la puesta en pantalla del director. El guionista aporta la premisa o superobjetivo, la historia, o al menos su estructuración, trabaja el género a través de las soluciones de los conflictos y, acorde con estos diseña la curva de transformación de los personajes o tipos por medio de la acción dramática o de la acumulación informativa que permiten su plasmación psicológica o estilización del concepto que simbolizan, sugiere la atmósfera adecuada y, en caso de rigor, hasta la música; el guionista tiene en cuenta el ritmo pertinente en dependencia del género para el que trabaje, y finalmente el estilo y el diálogo. ¿Qué faltaría para que un director pudiera filmar una buena película? Que él fuera capaz de darle vida a lo que ya tiene potencializado en el papel. No por gusto un realizador de la talla de Orson Welles tenía la costumbre de no salir a filmar hasta tener en sus manos un guión que produjera el efecto del golpe de un puño cerrado, o que Akira Kurosawa, el genial japonés, sentenciara: “Un buen director, con un buen guión, hace una obra maestra. Un director regular, con un buen guión, hace una obra. Pero un magnífico director, con un mal guión, no puede hacer una buena película”.
La falta de dignificación de la especialidad, que también tiene su causa en que el espectáculo final lo garantiza el director, pues es él quien emplea bien o mal la inversión del productor, ha dado como resultado que un certamen tan divulgado en el mundo como el Oscar demorara décadas en conferirle al guionista la casi siempre controversial estatuilla.
A todo lo antes analizado se suman en Latinoamérica la poca remuneración al guionista por su trabajo y el intrusismo profesional: el hecho de saber colocar una palabra detrás de otra ha estimulado a muchos a pensar que escribir guiones es como soplar y hacer botellas, vacío en el que han caído hasta grandes luminarias de la narrativa por no percatarse de que la técnica audiovisual de composición dramática escasamente tiene que ver con la suya.
Ya sabemos que la queja prostituye el carácter, por lo que más que lamentarnos, nos cabe a los guionistas ganarnos la dignificación con la calidad y el rigor de nuestro trabajo. Pero hay factores subjetivos y materiales de valoración que en una industria cultural como el cine, en un arte de equipo, escapan a la intención y el talento del guionista. Por lo que es de buena salud para este arte en el subcontinente eliminar prejuicios que, por serlo son errados y dañinos, y convencerse de que también el escritor de esta especialidad es un cineasta, puesto que sin guión no hay cine…, al menos de ficción.
por: Gerardo Fernández García.