“Hablan” es la segunda obra que compone la Trilogía final de Teatro La Provincia (el segundo “fracaso”, siendo el primero “Edipo stand up tragedy”) en conmemoración de sus 30 años de existencia. Protagonizada por Claudia di Girolamo en conjunto con Francisca Márquez, y bajo la dirección de Rodrigo Pérez, la puesta en escena nos sumerge en la fragilidad de un episodio histórico de occidente cristalizado en la obra María Stuardo de Schiller estrenada en 1800. Frío y húmedo, desde un hoyo negro como la garganta del diablo, escuchamos lo que dicen.
Dos actrices se preparan para actuar después de mucho tiempo sin hacerlo. El objetivo es representar la única escena en que se reúnen la reina de Escocia y la reina de Inglaterra en el entredicho de puntos de fuga: doblarle la mano al destino. Una mesa las separa mientras poco a poco se desprenden del cotidiano para ingresar a ese lugar ahora en ruinas. Se miran al espejo como si ninguna de las dos existiera para la otra, como si la cuarta pared de un teatro imaginario no solo se limitara al público sino también a ellas mismas. Revisan diálogos olvidados, encajan vestidos y confiesan sus miedos: que el teatro se acabe, que no sirva más que para depósito de cadáveres o licenciaturas de colegio. Nunca hablamos, se oye decir. “Nunca hablamos” también es el texto que da pie al clásico.
Presa en el castillo de Fotheringhay, María Estuardo se arrodilla y mueve los labios: reza. Su prima, la reina Isabel I, es la responsable de tal presidio. Acusada de traición a la corona ha sido condenada a muerte y el intento de evitar lo inevitable nos trae de vuelta, como un reflujo, a nuestra propia sentencia: que nuestros miedos se están haciendo realidad mientras el teatro yace enterrado y sin vida. No obstante, así como la reina de Inglaterra teme ser desplazada por la verdadera heredera al trono, una parte melancólica de la puesta pareciera aferrarse a los escombros de un lugar hoy profanado. Y si bien, según reflexiona la dramaturga Leyla Selman, el fracaso lo aborda desde un ámbito esencialmente personal (el malogro de “ser mujer”), la adversidad aquí también nos arremete desde la perspectiva de los clásicos atemporales, o suspendidos en el tiempo, y los flujos ineludibles de la contingencia política y social. Los giros que ha dado el proceso constituyente respecto a su motivo de origen (el 18-O) son también parte de estos “fracasos”, pues afectan directamente la posibilidad de un futuro del arte. De la misma forma que Isabel I se da por enterada de la conspiración que tramaba su prima, el rechazo y posteriormente la elección de consejeros ha sido un sincericidio en tanto sus resultados dejan al descubierto la realidad de un país despolitizado: eso que creíamos evidente el voto obligatorio lo hizo sospecha criminal. “¡Una firma no mata!”, nos dice, sin embargo, María Estuardo.
El destino es otra vez la brecha de la humanidad. En el equívoco de izquierda ante los temores fascistas, la reflexión de la vida y la muerte no aparecen sino como réplicas de un modelo paternal obsoleto: “curar a los incapaces, a los que no saben ver, a los que no comprenden el sentido de lo que ven” (Ranciére). El exceso de sensibilidad colinda con el derrotismo más espantoso y, quizá, más humano: el teatro una vez más nos explota en la cara. De esta forma, el doble drama que en un comienzo se establece entre dos actrices y dos reinas, se multiplica en tres, en cuatro, en múltiples capas indiferenciadas del relato. Sin embargo, la cuestión familiar se vuelve un siniestro transcendental si pensamos en el primer fracaso, el de Edipo, y su impotencia emancipadora: no se sale de las ruinas, se habla desde ellas. En este sentido, si en una primera instancia la insistencia por la muerte del teatro repercutía a una superación del mismo, en esta segunda parte nos queda claro que toda esperanza de ser superado conlleva un indefectible regreso al mismo. Edipo no hubo de estar muerto la semana pasada para que sus restos se removieran como acto de brujería: he allí su “lugar de coincidencia” (Pérez).
La cuestión del poder, que es el fondo denso de esta historia, nos es revelada llegado al final de la encrucijada: Isabel I no está allí precisamente para evitar la muerte de su prima, María Estuardo, sino todo lo contrario, para que ésta le otorgue el permiso de hacerlo. Consciente de su ascendencia bastarda, el peligro late mientras la legítima heredera siga con vida. La orden de ser decapitada se lleva acabo: su cabeza y peluca ruedan con libre albedrío luego de una grotesca resistencia. Del mismo modo que su cuello es un grifo, la verdadera naturaleza del gobernar nos mancha de sangre y una pregunta se inscribe sobre ella: ¿es posible hacerlo desde el feminismo? “Tengo miedo de que [el feminismo] sea solo un eclipse en el patriarcado”, nos dice la reina Isabel, o probablemente la actriz detrás del maquillaje de la reina Isabel.
Blasfemia II
Replegado en sus clásicos, el teatro encuentra una estabilidad suspendida ante la ausencia inminente de futuro, así como otrora suplicábamos a Dios la cosecha, o la protección de la reina. Sin embargo, es esta misma búsqueda de estabilidad la que parece develar una re-edipidización permanente en una suerte de melancolía productiva, así como, desde el otro extremo, se afila los dientes un conservadurismo que acusa el desfallecimiento de las tradiciones. Ya no queda más nada sino el crimen y un par de huellas dispersas: una bola disco, un vino de utilería y un telón dorado. Pero, ¿quién es el verdugo que mira detrás de estas ruinas?
Quizá lo descubramos en “Los ojos de Lena”, el último fracaso de la Trilogía final que será estrenada en noviembre en Teatro La Memoria.
FICHA ARTÍSTICA
Dramaturgia: Leyla Selman. Puesta en escena: Rodrigo Pérez. Elenco: Claudia di Girolamo y Francisca Márquez. Diseño de iluminación y vestuario: Catalina Devia. Diseño gráfico y fotografías: César Erazo. Música: Guillermo Ugalde. Realización de vestuario: Elizabeth Pérez. Realización de pelucas: Carla Casali. Producción: Teatro La Provincia
Ignacio Barrales-Parra. Investigador. Crítico