No hay mucha posibilidad de error en el decir que está en su naturaleza el que una ópera sea pretenciosa, barroca, e incluso rocambolesca. En nuestra era post- posmoderna, época en que campea el deconstruccionismo teatral, que una ópera se acerque indiscriminadamente al cómic, con una estética visual cercana al kitsch, con personajes caricaturescos, también es válido y posible. Mucho de ello tiene que ver con aceptar la renovación posmoderna del melodrama. Pero, aun así, en una ópera uno espera encontrarse con una dramaturgia propia de la ópera, ya sea esta drama, comedia o melodrama.
¿Pero qué pasa cuando una propuesta operática no se acerca ni a lo uno ni a lo otro? Bueno, eso es harina de otro costal, dirán. Tanto más cuando, en las manifestaciones creativas de las artes escénicas actuales, prevalece el ensamblaje como estructuración expositiva de sentido y relato. Cuando descuella una forma de expresión artística basada en un indiscriminado uso de deconstrucción y reconstrucción de significaciones. Una suerte de transustanciación de significados a objetos significantes utilitarios que fungen como constituyentes de un ensamblaje hibrido. Vale decir, un collage escénico, algo tan propio del arte contemporáneo deconstruccionista impregnado por este canon ideológico post-estructuralista.
Este síndrome, propensión o moda, lo encontramos en la puesta en escena y, substancialmente, en el libreto de El Cristo de Elqui. Pieza operática de creación y producción nacional recientemente estrenada en el Teatro Municipal de Santiago. Un espectáculo escénico-musical, con música compuesta por Miguel Farías y libreto de Alberto Mayol, basados en los textos -por lo menos así se ha dicho-, de Hernán Rivera Letelier, “La Reina Isabel cantaba rancheras” y “El arte de la resurrección”. En el que, por el carácter del texto de Mayol, para su puesta en escena se elige arrimarse a los estilos escénicos de la vanguardia y post- vanguardia teátrica. Lo cual, al parecer, fue una insoslayable decisión y estrategia de producción. Avalada por el hecho de que -por suerte-, un sector no menor del público local se ha acostumbrado a la presencia de Artaud, Genet y Brecht en los escenarios; ya que mucho de nuestro teatro deconstruccionista actual, bebe y se embriaga con ellos. ¿Pero, pasará lo mismo con el público de la Opera?
Antes de entrar de lleno al análisis forense de lo que tuvimos frente a nuestros ojos y oídos – pagando un precio, bastante respetable, por el ingreso al espectáculo-; es pertinente acotar, que esta nueva propuesta operática tiene una gran similitud con otra apuesta escénica nacional reciente, la esperpéntica “Amledi el Tonto”, una propuesta teatral, bajo la denominación de “espectáculo teatral” del Realizador Cinematográfico Raúl Ruiz, mamotrética, de insufrible densidad intelectual, un pesado ladrillo textual, cansón e intolerable en su extensión, hasta el punto de que parte del público se retirara de la sala en medio de su ejecución -como también ha acontecido con la presente-.
Ahora bien, se debe reconocer este loable intento de hacer un espectáculo de carácter musical y operático sobre un personaje cuyo hacer y existencia ha determinado y ha sido determinada por los hechos de la historia de un país como el nuestro. Sin duda un esfuerzo elogiable, tanto más cuando se trata de un sujeto sencillo, que, convertido en mito o leyenda e impelido por su evidente insanidad mental, se atreve, a mitad del siglo pasado, emprender una peculiar misión salvífica en plena pampa del norte chileno. Esta misión, si bien delirante, pero tomada muy en serio por el sujeto, por cierto, no merece, ni tampoco es justo que, por fines y necesidades de un espectáculo de divertimento y entretención, se menoscabe la realidad, la memoria del personaje y su hacer para satisfacer mezquindades o el ego creativo de los realizadores. -Mas reprochable aun cuando el sujeto referente no tiene quien le amparare, ni hay tras él alguna Fundación, ONG o partido político que profite de su nombre, legado y memoria, o cautele la dignidad e integridad de su persona o, por último, de los intereses económicos devenidos de la explotación de su imagen y memoria-.
Si bien asumimos que tras la propuesta había una buena intensión, sin embargo, lo que escuchamos -y vimos en el escenario -, bien se podría definir como una monserga entonada -gracias al esfuerzo de las voces interpretantes-, de una pretenciosa intelectualidad insustancial, pesada, obsesiva y egocéntrica que destroza -y menoscaba-, los textos de Rivera Letelier y, el espíritu de extática divinidad y bonhomía que alimentaba en su locura a Domingo Zarate Vega, El Cristo de Elqui.
Rivera Letelier, en sus novelas, traza muy bien sus personajes, tanto que el lector puede corporizarlos y verlos en su imaginación. Aquí no sucede eso, todo lo contrario, Domingo Zarate Vega, el Cristo de Elqui, es una confusa imagen como esa extrañas trasparencia indefinidas y poco delineadas que nos presentan los espejismos o la fatamorgana de la desértica pampa salitrera – ¿esa era la idea? -. Mismo mal que, bajo esta condición, llevó a muchos a “empamparse” y perderse para siempre en el desierto – ¿Será que se empamparon también los realizadores, porque es eso lo que sucede con el Cristo de Elqui, aquí se nos pierde para siempre y solo queda en la mención del texto? -.
Asistimos, en el Teatro Municipal de Santiago, a una propuesta ecléctica en su Mise en scène, y en lo musical. Una obra de cuatro actos y un prólogo, con duración de 1,40minutos. Una composición musical que, si bien tiene su mérito, al escucharla, es imposible no evocar composiciones de Prokofiev o Stravinsky. Musicalmente bien resuelta por las voces, a pesar de que la lírica del texto queda al debe y de que la composición musical, y su compleja orquestación, incomoda las condiciones y necesidades interpretativas vocales del género. Partitura que tal vez podría acompañar la representación de cualquier tema, pero que aquí hace gala de una predominante ausencia de consonancia rítmica, instrumental y sonora al contexto y entorno cultural de la historia del Cristo de Elqui. Se suma esto el despojo de elementos dinámicos en la escena, lo que hace que la representación sea pesada, monótona y cansadora al oído y al ojo por su baja tonalidad.
Este despojo, más bien un expolio, también está presente en el intento de sonoridad de Miguel Farías, Aquí deja al debe el sonido de la pampa salitrera que, para quienes la conocemos y vivimos parte de esa época, sabemos que la pampa salitrera y sus usinas tienen una musicalidad y una visualidad distintiva que está ausente en la obra. Me atrevo a decir que, la composición musical, carece de los elementos propios a aquello que le dan en llamar “Realismo mágico”; los cuales, en este caso, eran necesarios y absolutamente adecuados. Si bien, en ello, salva la ranchera, la cual cabe en el imaginario narrativo de Letelier, en el contexto escénico y musical que lleva la propuesta, se ve ajena e incoherente. Por decir lo menos, funge como un elemento naturalista en medio de un contexto simbolista -Quizás, y para continuar en clave Prokofiev, hubiera sido más pertinente haber apuntado a una cantata dramática como Alexander Nevsky. Ya que este género musical se aproximaba más al carácter de este personaje mítico y de leyenda ideológicamente determinado-.
En la lírica, en los textos, es donde se encuentra el mayor problema, un clivaje constante – para usar términos de gusto de sociólogos- entre la posible musicalidad de las palabras y la empatía que ellas deben lograr con la música. Aquí la relación es dialéctica – ¿acaso otra cita ideológica o una causal de la determinación deconstruccionista? -. Hay gran debilidad en la composición del canto, la que con su esfuerzo logran superar los ejecutantes. Quizás, aunque sonara a maqueta o parodia, en algunas partes se debiera haber recurrido a la formalidad de la entonación gregoriana. Destacable como, en momentos, el coro logra resolver
acertadamente situaciones melódicas complejas, más bien por su inspiración natural y oficio, que definición compositiva lírica. Es la consecuencia de una escritura que carece de poesía y por ello de sonoridad, de musicalidad – claro, el panfleto nunca ha sido poético-,
Qué duda cabe, el libreto es fragmentario, carece de un arco dramático estructurante que permita que los protagonistas de la historia se explayen y tengan un desarrollo. Por el contrario, parecen seres fijos, esquemáticos, caricaturescos en el caso de los curas, que recitan como una retahíla las mismas frases sin poder liberase de ellas – ¿una metafórica representación de la dogmática canóniga, tal vez? -. Esa dramaturgia pobre -por decir que hay visos dramatúrgicos en la propuesta literaria-, acrecienta el esfuerzo en la meritoria puesta en escena de Jorge Lavelli, lo cual lo obliga a apartarse por completo del naturalismo, optando por lo onírico-pesadillesco, y que observa al personaje central desde una óptica brechtiana – Me recordó la propuesta de Nelson Brodt para los montajes teatrales de “Pedro Paramo” y “La Cándida Eréndira y su abuela desalmada” en los 80’s-.
Un Cristo de Elqui bien resuelto musicalmente por su interprete, pero sin ese toque de locura y misticismo; sin esa condición que provocaba asombro o curiosidad. En escena un personaje carente de esa “iluminación divina”, la que incluso podíamos ver -en su numinoso desplante-, en el Divino Anticristo del Barrio Lastarria. Epitome de este desaguisado, es la pésima resolución táctica, que frisa en la parodia circense, de la ascensión a la cruz del Cristo -momento de clímax dramático de la escena y el acto-. Mejor resolución escénica tuvo, a pesar del estropicio infligido, los fracasados intentos de levitación y vuelo de Domingo Zarate Vega El Cristo de Elqui.
Un régisseur, desconocedor -e irrespetuoso-, del mundo de la obra de Letelier y de la impronta sociocultural del pampino y su imaginario, hace que omita el que todo esto ocurre en la pampa nortina y proponga, a su modo de ver, aquel espacio escénico oscuro y profundo carente de la textura y color del desierto salitrero, dejándolo abierto a cualquier interpretación ajena y distante al contexto de relato de origen. Por último, un personaje ajeno, invitado de piedra, que, si bien logra resolver bien su cometido como figurante, no aporta mucho a la totalidad de la puesta y su relato, me refiero al Poeta Mesana -¿Tal vez un intento de solución a problemas de relato que no se lograron resolver en el libreto o solo una manifestación expresiva del ego del autor en un intento de menoscabo de la presencia del personaje protagónico de la obra, el mismísimo “Cristo de Elqui”?-.
Cabe hacer una mención especial a la chica que ejecuta el “Baile del caño” o “Pole Dance” por su extraordinaria performance -a pesar de la complejidad técnica provocada por la feble e inestable instalación del artefacto, que ponía en riesgo su integridad física-. Fina y delicada performance realizada por una agraciada y elegante bailarina de comparsa del cuerpo de ballet municipal. Una escena que, aunque ajena al contexto cultural de la historia, trajo frescura y luz a un momento de la puesta. Una buena resolución escénica que nos remite, una vez más a Brecht o Genet. Influencias que están presentes en toda la puesta en escena, y con bastante tino, ya que, como lo hemos dicho, el texto en su ausencia de situaciones que desencadenen un clímax dramático dificultaba lograr acciones y una puesta en escenario con cierto dinamismo.
En suma, un esperpéntico espectáculo teatral bien cantado, poco amable en su relato, que cuesta ver y que entretiene poco. Un Cristo de Elqui, que más bien, por su imagen en escena, reencarnado en un obrero polaco. Imagen escénica bastante distante a la de un campesino de Elqui u obrero calichero del norte chileno -con mostachos, este quedaría igual a Lech Walesa-. Un personaje despojado de lo relevante en él, esa traza mística de su hacer y de su ser, a cambio de ello se exacerba lo que le fue secundario, la ideología, la que no se debe confundir con su compromiso con la justicia y los pobres.
Un diseño ascético, que de momentos tiene logros, lo cual es importante ya que el mayor atractivo de este montaje escénico es la visualidad. Sin embargo, ese minimalismo escénico conlleva una minimización de los personajes perdidos en oscuridad de un escenario carente de texturas – ¿acaso seres perdidos en la nada? -. Un escenario con mínimos escenográfico, y cicatera sectorización de la oscuridad. Porque, en este caso, no es la luz la que se sectoriza, sino la oscuridad, lo que a mi percepción, aparte de dificultar la visión de la escena, provoca un distáncienlo y con ello el desmedro de la cercana comunión entre escena y espectador, la cual debiese darse para generar una empatía con el drama del personaje protagónico, si es que era eso lo que se proponía alcanzar -o acaso, solo tal vez, todo era una excusa para increpar a esa Iglesia representada en la obra por José María Caro. Personaje que extrañamente se evita hacer presente su real nombre y se le presenta bajo el apelativo de Cal y Canto. ¿Autocensura o imposición eclesial? -.
Mayol presenta un libreto que esencialmente se centra en la crítica a la acción y actuar de la iglesia, más que en el personaje central de la historia. Lo que se expresa en la farsesca, a veces casi delirante, representación caricaturesca de los miembros de clero que propone Lavelli. Un aporte de humor y creatividad en la solución escénica, para personajes y situaciones mal resueltas en el texto, algunas acertadas otras no tanto, como el ejemplo enunciado anteriormente, la cruel crucifixión del Cristo con los pantalones a media pierna, la que se resuelve de manera básica y escolar, como de circo pobre. De lo que no cabe duda es que esto que se nos presenta como una Opera, es un espectáculo lírico-dramático, es un artefacto escénico, y de estos hay buenos y malos, en el presente caso, juzgue usted. Yo, no sé usted; pero no lo volvería a ver por segunda vez.
A pesar de los males de la edad, aún quedan en mi mente algunas imágenes de cuando, siendo muy niño, mi abuela Filomena nos llevó a la plaza del mercado de Antofagasta a ver a su primo Domingo Zárate Vega, el mentado “Cristo de Elqui”, entonces ya vencido y derrotado, pero no en el imaginario de muchos pampinos y menos en el de mi abuela. Ese Cristo de Elqui que vi y recuerdo, no lo vi, ni sentí, sobre las tablas del Teatro Municipal. Un espectáculo lírico-dramático, que queda al debe con el género y con el personaje a que refiere.
FICHA ARTISTICA
Música: Miguel Farías
Libreto: Alberto Mayol, sobre textos de Hernán Rivera Letelier
Dirección musical: Pedro Pablo Prudencio
Puesta en escena: Jorge Lavelli
Colaboración artística: Dominique Poulange
Escenografía; Ricardo Sánchez Cuerda
Vestuario: Graciela Galan
Iluminación; Roberto Traferri y Jorge Lavelli
Orquesta Filarmónica de Santiago,
Coro del Municipal de Santiago (dirección de Jorge Klastornick)
Elenco: Patricio Sabaté, Evelyn Ramírez, Yaritza Véliz, Paola Rodríguez, Gonzalo Araya, Claudio Cerda, Eleomar Cuello, Rony Ancavil, Javier Weibel, Francisco Huerta, Jaime Mondaca, Sergio Gallardo, Pedro Espinoza y Francisco Melo en el rol hablado del Poeta Mesana.
Daniel Omar Vega. Crítico y Académico.