“Los espejos se emplean para verse la cara; el arte para verse el alma”. (George Bernard Shaw)
No es un error, tampoco menoscabo, decir que Groenlandia es una compleja pieza teatral devenida del texto que en 2003 publicó Pauline Sales. Allí la dramaturga francesa inicia el relato de una joven mujer, esposa y madre, que se ve enfrentada a uno de los más complejos y umbrosos dilemas que pueda enfrentar una mujer y madre en nuestra sociedad: el vehemente deseo de renunciar a todo lo que le ata y vincula; abandonar a su hija, dejar de ser “madre de”, no ser más “esposa de” y evadirse. Un deseo que se ve amparado por una inexplicable pulsión por escapar a Groenlandia; lugar distante, y distinto, donde el imaginario de esta mujer columbra un ethos análogo a la felicidad.
“No llores. Me duele la cabeza. Sin lágrimas. Me voy sola y te dejo allí. Cuelgo un papel con nuestra dirección en la cremallera de tu anorak. Cualquiera te llevará a casa directamente. ¿Esto es lo que deseas? Entonces, ¿qué quieres? Me quedo aquí. No vuelvo. Me voy a Groenlandia. ¿Tú me crees o no?”
Sin duda Groenlandia es un texto inextricable, de engañosa transparencia, profundo y carente de toda obviedad. Algo ajeno y opuesto a la moda imperante en la dramaturgia nacional: la tendencia a simplificar y descafeinar los textos teatrales para hacerlos “más amenos” y facilitar su “digestión” por el espectador.
Como texto y puesta en espacio, a mi modo de ver, Groenlandia es una suerte de creación escénica en base a tropos literarios de una realidad, en la cual se apunta a develar el deseo de un ser hipostasiado, cautivo de una homeostasis social que determina interior y exteriormente la conducta de –en este caso- las mujeres, madres y esposas de esa clase media europea, dizque liberal, pero que acata las normativas conservadoras de la convivencia social; lo cual Sales pone en evidencia, casi agresivamente, en el texto del monólogo, y además en esa distintiva formalidad del atuendo femenino de la protagonista, la que fuera introducida en el imaginario occidental por el cine de Hitchcok en los 60s; específicamente, a ese aspecto -o look- de Audrey Hepburn en Charada (1963).
“Une Femme. Silhouette fine. Collant. Foulard autour de la tête, figure hitchcockienne”, apunta la escritora en su texto para describir a la mujer protagonista; descripción que se aplica diligentemente al personaje y a su intérprete que, en este caso, para la versión para este texto de Angela Cabezas para la Maquina del Arte estrenada en 2015, asume Javiera Osorio Ghigliotto, cuyo perfil físico y expresivo es coincidente al de Audrey Hepburn en el personaje Reggie Lambert del citado filme – filme en cual Reggie es una mujer fuerte e integra, que a pesar de la tragedia que la envuelve, goza de un gran sentido del humor, permitiendo ello una acertada mixtura entre comedia y suspense, en la cual Audrey Hepburn se presenta como una esposa desencantada y viuda afligida.
Pero no solo es la imagen; en este perfil de personaje, hay algo más que propone Pauline Sales y que recoge la dirección para ponerlo a disposición de Javiera Osorio, quien lo acoge y encarna en la puesta en escena. Javiera, al igual que la Hepburn en Charada, dota a su personaje de inocencia, gracia, sensación de fragilidad y fortaleza. Lo que en ella fluye de manera natural y, al mismo tiempo, exquisita.
Como lo dijimos anteriormente, Groenlandia nos presenta el drama de una mujer, madre y esposa, víctima de las determinaciones que les impone a las personas esa conceptualización limitada y contrita de “Familia”, propia de la sociedad posmoderna. Eterna problemática controversial derivada de la relación de los elementos amor, deberes sociales y libertad, los que conforman una triada virtuosa-viciosa de precario equilibrio, que se acentúa en las sociedades posmodernas y que ya barruntaba, analizara e indagara profusamente, desde la perspectiva psicosocial, Erick Fromm en El arte de Amar y El miedo a la libertad – textos a los cuales recurriremos en el desarrollo de presente artículo-.
En ellos, Fromm nos habla de una sociedad que somete a las personas a una libertad negativa basada en derechos y deberes. Con ese propósito crea una condición heterónoma de bienestar, posible de alcanzar, a partir de convivencias normadas y la adjudicación de roles performativos propios a la sana coexistencia de los sujetos sociales. En otras palabras, determinaciones que apuntan a morigerar la forma de vida de una clase media pequeño burguesa donde los deseos y aspiraciones externas están satisfechas, pero no así las necesidades internas o subjetivas del ser en tanto persona. De ahí que, en el proceso de emancipación de aquella imposición autoritaria, las personas resulten con sentimientos de desesperanza, sentimientos que no desaparecerán del sujeto hasta que use la libertad positiva y o desarrolle un reemplazo para el orden que conocía antes. Un sucedáneo común para la libertad positiva o la autenticidad es someterse a un sistema autoritario que, con una apariencia exterior diferente, reemplace el orden anterior, pero cumpliendo la misma función para el sujeto: eliminar la incertidumbre estableciendo qué pensar y cómo actuar.
Fromm caracteriza esto como una controversia, como un proceso histórico dialéctico en donde la situación original es la tesis y la emancipación es la antítesis. La síntesis sólo puede ser alcanzada cuando algo haya reemplazado el orden original y haya dado a los humanos una nueva seguridad. Sin embargo, Fromm no indica que el nuevo sistema sea necesariamente mejor, solo advierte que ello solo rompería el ciclo de libertad negativa al cual las sociedades se someten libre y voluntariamente. Es de ello lo que nos habla la puesta en escena, donde tal vez el reemplazo es el abandono, la evasión, el cambio de rumbo, la fuga a ese horizonte otro, el viaje a Groenlandia.
Escoger la forma en la cual escapamos de la libertad tiene bastante que ver con el tipo de familia en la que crecemos. Fromm nos habla de dos clases de familias: las productivas y las no productivas. A su vez, describe dos tipos de familias no productivas: las simbióticas y las apartadas. A ambas se las distingue por una forma u otra de sentir la libertad y el amor. Para Fromm, una “familia productiva” sería aquella “sana” y “buena”, donde los padres asumen la responsabilidad de enseñar a sus hijos a razonar en una atmósfera de amor. El crecer en este tipo de familias permite a los niños aprender a identificar y valorar su libertad y a tomar responsabilidades por sí mismos y, finalmente, por la sociedad como un todo.
Por cierto, este, el de la “familia productiva”, no sería el caso de la familia conformada por una mujer, su marido y la hija de ambos, que presenta la obra que nos ocupa. Ello no es en absoluto extraño. Todo lo contrario, es pertinente. Las familias, generalmente, son sólo un reflejo de la sociedad y la cultura. Y la sociedad nos es tan cercana que con frecuencia se nos olvida que ésta es solo es uno de los múltiples medios para batallar con los asuntos de la vida.
Entonces, ¿qué es lo pone en escena Groenlandia? Ciertamente no es el conflicto de una madre con su hija, no se trata de una obra que pone en escena el intento de una madre por abandonar a su hija. Es la puesta en escena del enfrentamiento de los deseos, de la subjetividad anhelada de una madre y la objetividad de la realidad en la cual que vive. Aspiraciones que solo puede alcanzar librándose de toda atadura y enraizamiento, poniendo en cuestión el concepto de familia -concibiendo a la familia como una alegoría de la sociedad- y la noción de libertad moderna, o más bien, posmoderna. De ahí que al escuchar el vocablo que distingue y nombra al territorio del hielo y la frialdad, Groenlandia, tal vez Pauline Sales no solo nos quiera remitir a reconocer el referente geográfico, sino que también podría ser que nos indique, nos proponga, allegarnos metafóricamente a esa conceptualización de “fría” o “gélida” de la denominación taxonómica de “Familias apartadas” de Fromm.
“¡Me voy a Groenlandia!”, profiere la madre. Con esta frase manifiesta su deseo de escape, de evasión. Y lo argumenta en su monologo-dialógico frente a una ausente, invisible o imaginaria niña, su hija. Ella desea irse a Groenlandia. Lo discute y planifica frente a su hija no presente en la escena. A momentos pareciera que ambas ya estuvieran en este lugar. Ella lo describe y recorre sus calles. O quizás la escena solo representa un sueño de esta madre, donde se le anticipan los conflictos y complejidades que traería poner en práctica esta deseada expresión de su voluntad. Esta frase, en la soledad del escenario de este unipersonal, tiene como función establecer una concomitancia entre Groenlandia, la evasión y el escape de la realidad de esta mujer.
En efecto, la búsqueda de motivos que justifiquen la conducta evasiva propia -esta pulsión cuestionadora en el caso de la madre en Groenlandia-, siempre es preponderante. Tanto más cuando predispuestos por las experiencias vividas se carece de la aceptación de las exigencias de la realidad. El resultado de ello puede ser el autoengaño. La autojustificación por razones objetivas es estricta con la realidad, no es su deformación; en ésta, por subjetivismo, es evidente el contraste entre la clara apreciación de cualquier observador y la ciega terquedad del autoengañado. Afrontar el riesgo de una acción derivada de ello, ha de ser según las exigencias de la realidad, no del capricho, la temeridad o el desvarío del sujeto actuante.
Pauline Sales, en su texto, devela la más profunda intimidad de una mujer. Expone tópicos de su vida – o de la vida de muchas, o de todas las mujeres-. La autora nos acerca a esas mujeres que deambulan entre la crudeza de la realidad cotidiana, signada por la suma de frustraciones e imposiciones sociales como la maternidad y el matrimonio y, por una realidad ilusoria que, si bien es discordante, es absolutamente real -y necesaria para resistir la realidad del mundo de la vida-. Es en esta “realidad” donde está presente el deseo de evadir su responsabilidad maternal y social. Allí bulle el afán de vivir sus deseos, los sueños, las visiones, pensamientos, expresar su voluntad. Aspiraciones que son tan reales y, por cierto, tan enérgicamente reprimidas.
Por otra parte, y como lo revisáramos más arriba siguiendo a Fromm, Groenlandia no sólo da cuenta de las contradicciones de esta madre en relación con su rol social impuesto, sino que también se adentra en la forma de conceptualizar a la “Familia”, en esa distinción impuesta para su orden, conformación y constitución, lo cual se propone representado materialmente en la puesta en escena. Es así como con los elementos del diseño escenográfico y de utilería se reconstruyen, en el espacio escénico, la representación simbólica infantil de la generalizada, y dominante, noción de familia legitimada socialmente. Un símil de aquella representación presente en las calcomanías que adhieren en la ventana trasera de los vehículos. Un ideal imaginario requerido como propio, necesario y correcto. Esa noción de familia que se allega más a la distinción de un constructo social de carácter económico; o sea, una unidad de producción y consumo más que una orgánica sociocultural.
Lo dijimos y lo reiteramos: Groenlandia es una compleja pieza del teatro que aborda el relato de una mujer de poco más de treinta años, casada y con una hija que quiere emprender un viaje y abandonarlo todo. En este texto dramático Pauline Sales construye el rol del su personaje protagonista -la mujer, la madre, la esposa, la hija, la ciudadana-, desde todas las dimensiones de su persona y ser social; y va componiendo el personaje desde las relaciones antagónicas entre ambos sujetos, los que en ella son dicotómicos, conforman su dialéctica y la de su conflicto y, además, no solo aquello que genera su malestar y conflicto existencial de su persona, sino también los del personaje dramático.
Con esos elementos Sales lleva su personaje por un decurso escénico, por viaje introspectivo de regresión, por una deconstrucción de su vida presente, pasada y futura, poniendo el conflicto a la madre, la hija, la niña, la mujer, el ser social, que conviven en ella y en la escena, en esa soledad que tan bien queda expresado en la puesta en escena, con la ausencia de su hija interlocutora y un marido, el padre de su hija, mentado pero absolutamente ajeno y distante, tan lejano que ni siquiera es posible su presencia virtual, pero del que se logra construir un retrato en ausencia.
Lo que nos presenta Groenlandia es el viaje de una mujer, madre y esposa contemporánea, tras la búsqueda de su libertad, de su esencia, de su real identidad. Ello implica abandonar la familia, evadirse en los avatares de una aventura para no enfrentar una inextricable realidad. Una realidad que siempre es abierta, pero conculcada y constreñida por la cotidianidad.
Es un viaje, pero no un viaje físico, sino más bien un periplo introspectivo por los sentimientos y emociones del personaje protagónico. Un periplo que cimenta y sostiene el drama y el conflicto de esta madre. Es el viaje por todo aquello que sobrelleva por los requerimientos que el sistema cultural le impone por ser mujer.
Es el viaje de emancipación. El acto de auto exilio, de extrañamiento voluntario. Un viaje a la deriva y sin retorno –el viaje o regreso a Ítaca, le llamo yo-, como el de un iceberg, como el un témpano flotante; que como todo viaje de iceberg, finaliza en tragedia y destrucción, inmolación y desaparición. ¿Acaso ese es el precio de la libertad; la del iceberg y la de la madre-esposa-mujer?
¿Acaso por ello Groenlandia como destino? Un viaje a un territorio devenido en utópico y metafórico. Un viaje a ese territorio; al de los témpanos de hielo a la deriva que semejan imponentes casas flotantes. Casas flotantes que dejan ver solo una pequeña parte de su realidad; la otra está hipostasiada. Está oculta, oscura, fría y húmeda como las lágrimas, como el dolor silencioso y escondido. No se deja ver. Está sumergida.
Groenlandia ya no es un punto designado por coordenadas geográficas, ya no es un territorio. En este éxodo introspectivo, Groenlandia transmuta y se convierte en una utopía indeterminada, en un ethos, en una “tierra prometida, en el nuevo “Paraíso”. Una quimera incierta, un constructo alterno simbólico del que tal vez ella misma carezca de certeza de su existencia, de su realidad o irrealidad.
Ahora bien, lo que sí es incontrovertible es que Groenlandia es un monólogo. Un monólogo en el cual se da cuenta de necesidades, de carencias, de búsquedas; lo que no deja de tener una complejidad sustancial como tal, y ser un gran reto para su director y, por cierto, para quien lo interprete. Sostener en términos escénicos una propuesta con una sola actriz o actor, mantener la necesaria tensión de su acción dramática permitiendo que el conflicto consiga desarrollarse en concomitancia con el interés y entusiasmo del espectador, es un gran desafío. Sumemos a ello una dramaturgia que no consiente el facilismo o la simplicidad; que, en forma intencionada, apunta a la indefinición, a la polisemia; que no desea explicar, que busca evadir lo obvio y lo evidente en este viaje para dejar que el testigo presente de este deambular escénico, el espectador, deduzca, analice, piense, reflexione, juzgue, es de suyo una labor demandante y compleja que sobrepasa los requerimientos tradicionales de un montaje formal.
Para ello, Javiera Osorio Ghigliotto, desde su rostro enmarcado por un foulard de seda y su cuerpo enfundado en un impermeable, desplazándose sobre los tacos medianos de unos zapatos reina, articula su actuación desde todas aquellas determinaciones ideológicas, estructurales y sistémicas, a las que debe responder, en su condición de madre y mujer, su personaje. Criterios normativos que agobian al personaje, provocándole una suerte de disforia de la cual desea desembarazarse; para ello necesita huir, escapar, liberarse del influjo de todos ellos como único modo de alcanzar la felicidad.
Con esos elementos cuenta la actriz para componer el discurso de la obra y de su actuación; pero también, y ello se hace evidente en la puesta en escena, con la exposición de su opinión particular respecto al texto y al fenómeno teátrico en el cual se manifiesta y expresa como sujeto, persona y actriz. Ello no es tan solo simbólico, sino que se materializa y concreta en ciertos momentos de la obra, como cuando Javiera Osorio Ghigliotto se desprende del personaje, para interpelar e interactuar con el público. Un ejercicio de desdoblamiento por lo demás riesgoso, pero que logra sortear magistralmente.
Para definir la actuación y el cometido de la actriz, basta una sola expresión: “exquisita”. Javiera Osorio Ghigliotto es potente, lúdica, solida; llena la escena elegantemente y contiene al personaje, en su precisa y justa dimensión. Con rigor, y femenina desenvoltura, construye su argumento traspasando las emociones y tribulaciones del personaje y de la historia que éste vive, prodigando y dotando a la narración escénica de momentos sugerentes, los cuales admiten colegir una noción de mujer y de persona en diligente transformación. Incluso, a veces, ambiguo e indeterminado, sorprendiendo al espectador no avisado. Talento y habilidad interpretativa que Javiera ya ha demostrado con otros personajes, tal como se pudo ver en “Lady Macbeth”, “La Visita”, etc.
La dirección de Ángela Cabezas emerge desde el texto de Sales, que en sus manos adquiere una dimensión abstracta con metáforas escénicas y visuales que frisan lo poético. Con ello deconstruye los clivajes que presenta lo femenino y el personaje. Reelabora las peguntas humanas que indagan sobre la libertad y el sujeto como persona determinada por roles asignados por la sociedad. En la construcción de las escenas Cabezas es pragmática y objetiva, directa- Bebiendo de la propuesta de Baptiste Guiton para la Comédie de Saint-Étienne, se centra en el texto y el desempeño de la actriz. Para ello despeja la escena de todo lo accesorio y fútil, centrando en ella como en un punto de luz toda la puesta, la que Javiera logra sostener magistralmente. Con esta propuesta Cabezas expone, desnuda a la actriz sin ambages; dejando en claro que tras ello está la intensión, el deseo, de poner frente a los espectadores el discurso oral y corporal del personaje. Cómplices de este objetivo son el diseño escénico, la iluminación y la música que, creando atmósferas pertinentes y sutiles, enfatizan la escena.
En suma, la propuesta de La Máquina del Arte para el texto de Pauline Sales, bajo la dirección de Angela Cabezas, estrenada el 2015, es un montaje de refinado pulso minimalista que no teme provocar y hacer pensar temas relevantes de la sociedad actual. Una obra que habla de lo creemos que somos y de nuestra negación a admitir que en verdad no lo somos; que indaga en la más atávica dicotomía de los humanos, la eterna dialéctica entre el ser y el hacer. Una pieza que no se queda solo en lo complejo e inextricable, todo lo contrario, es una puesta en escena de muy buen teatro que, como tal, se deja ver en toda su profunda complejidad.
Ficha Técnica
Obra: GROENLANDIA
Autora: Pauline Sales
Traducción: Milena Grass
Intérprete: Javiera Osorio Ghigliotto
Dirección: Ángela Cabezas
Diseño escenográfico: Koke Veliz y Ángela Cabezas
Iluminación: Julio Escobar Mellado
Mundo sonoro: Julián Hornig (selección y edición musical) La Máquina del Arte
Compañía: La Máquina del Arte
Producción: La Máquina del Arte
Fotografías: Rodrigo Hernández
Fecha de estreno: 3 de septiembre de 2015
autor: DANIEL OMAR BEGHA