El centenario de la soprano de los superlativos permite revisar una figura cuya voz aún permite imaginarla sobre el escenario.
La cultura de masas nos ha acostumbrado al barómetro de la fama como infalible muestra de la validez de algo. Repetir “todos dicen que” hoy vale más que el “conócete a ti mismo”, que los griegos tenían escrito en el dintel del oráculo de Delfos. Es natural entonces que la desconfianza sobre ciertas famas requiera de cíclicas revisiones para no terminar adorando ídolos de pies, ya no de barro, sino que de estadísticas. O peor aún, de likes.
Que María Callas (1923-1977) sea tan recordada como lo ha sido en su centenario, es índice de varias cosas que hace un siglo no se veían igual. De partida, la ópera sigue siendo una forma artística que atraviesa los tiempos, las culturas y las clases sociales. Siguiendo: hoy el número de sus auditores es mayor a los que nunca tuvo el género. Tercero: la tecnología es esencial responsable de todo esto. Cuarto: Callas sigue situada firmemente en el prestigio que alcanzó en su breve vida, aunque puede que por razones diversas.
La Callas fue una controversia en vida y un mito intocable después de muerta. Se da por sentado que la suya es la voz de “la más grande soprano de todos los tiempos”, lo que puede ser una lápida difícil de remover ante los dóciles conceptos de los que se alimenta la masa. Las exageraciones no suelen hacer bien al arte.
Ha sido la cantante lírica que más ha dado que hablar y escribir. Aunque no es la única que merece los honores del Olimpo lírico, si se permite una metáfora griega. En una encuesta internacional publicada hace algunos años para elegir los mejores cantantes de siglo XX quien obtuvo el primer lugar fue el sueco Jussi Björling y Callas aparecía detrás de Fischer-Dieskau, la Flagstad y Gobbi, siendo seguida por Domingo y Caruso. Recién en el lugar 19 aparecía Pavarotti.
Es que su voz no fue nunca la más bella jamás escuchada. Era metálica, afilada y a veces cercana a la estridencia, pero tenía mucha intensidad, una amplitud de registro y una versatilidad de timbres amplia, sin nunca dejar de ser su propia voz.
¿En qué se sustenta su fama entonces?
Vamos por partes, dijo Frankenstein.
Primera parte: El Patito Feo… y gordo
Nació en Nueva York donde habían emigrado sus padres griegos. Creció en la estrechez que la crisis económica impuso a casi todo el planeta. La separación de los padres empujó a la madre a llevarse a las dos hijas de vuelta a Grecia, lo que fue todavía peor. El país de los helénicos vivía de calamidad en calamidad desde el final de su guerra con Turquía. Y la Segunda Guerra terminó por empujar a todos a la miseria. María, la menor y miope de las dos hijas, había logrado aprender a cantar con una maestra de talento, la española Elvira de Hidalgo, otrora famosa soprano, que se dio rápida cuenta de que la regordeta adolescente, era una estudiante obsesiva y que podía llegar a ser una gran cantante. En tres años ya la tenía debutando como “Tosca” en la Ópera de Atenas, lo que ayudó en parte a paliar las dificultades de la guerra. Pero se retiraron los alemanes y vino la guerra civil, uno de cuyos bandos, los comunistas, no parecían una opción recomendable para ella, fácilmente acusable de colaboracionista. Se vio expulsada de la Ópera y siguiendo con los viajes equivocados, volvió donde su amado padre en Nueva York. No le fue bien, pero después de dos años logró un contrato para la Arena de Verona. Atravesó de nuevo el Atlántico comiendo papas en un barco carguero. Debutó en Italia, pero sin gran éxito. Su técnica era rudimentaria, a pesar de alcanzar ya un registro de tres octavas. Pero la contrataron para hacer una “Tristán e Isolda” de Wagner en italiano, en La Fenice de Venecia. Ahí su suerte cambió. Tullio Serafin, el más grande director de óperas del momento, la tomó a su cargo y la condujo derechito a la celebridad.
Pero pesaba más de cien kilos y se la consideraba rústica en su manera de enfrentar el repertorio. Carmen Barros, hija del embajador de Chile en Italia, asistió a un recital suyo en Roma en esa época y la recordaba como una presencia imponente con una voz que traspasaba cualquier obstáculo.
Se casó con un industrial milanés, que la hizo cantar y cantar, hasta que, supuestamente, una lombriz solitaria servida en una copa de champagne obró el milagro. En 1954 redujo su figura en un cuarenta por ciento y se transformó en la mujer elegante y hermosa que había soñado ser. Ya era la cantante mejor pagada del mundo.
Segunda parte: hombres, más o menos
En todas las disciplinas existen hitos que se vuelven referencias para medir logros. En la danza es bailar “Giselle”, en música interpretar “La Pasión según san Mateo” de Bach, en teatro actuar “Hamlet”. En la ópera cantar “La traviata” posee esa categoría. Es el rol más complejo musicalmente hablando. Requiere tres voces distintas para dar todo el arco dramático del personaje. La primera es casi pura coloratura, con notas ágiles que suben y bajan caprichosamente. La segunda es lírica, de intensidad más interior. La tercera es dramática con gran capacidad interpretativa. Hacia mediados del siglo XX las convenciones habían reducido las interpretaciones a una media aceptable a las posibilidades de las famosas, que subían o bajaban tonalidades para el propio lucimiento. Callas, dirigida por Carlo Maria Giulini y de la mano del gran director escénico Luchino Visconti, en la Scala de Milán, partió en dos la historia de la interpretación del personaje, con una Traviata que sería la desesperación de todas las sopranos posteriores. El realismo de la puesta en escena (Visconti fue uno de los padres del neorrealismo cinematográfico) más el talento histriónico de la cantante, hicieron una lectura referencial de la ópera de Verdi, que sigue marcando todavía una vara muy alta para las generaciones siguientes.
Visconti la dirigió en otras cuatro óperas y después sería su ex asistente Zeffirelli, inclinado a la espectacularidad y el lujo, el que más la dirigiría. Por aquel entonces la Callas había caído en el jet set y en el lucimiento de moda y joyas. En 1958 se retiró en la mitad de una presentación de “Norma” de Bellini en la Ópera de Roma, con el Presidente de Italia en sala. Fue un escándalo y una señal de agotamiento evidente. Pero la aparición de Mefistófeles, perdón, Aristóteles Onassis la tentaría con la idea de vender su alma. Los dos griegos más famosos del mundo se transformaron en amantes y ella fue relajando su disciplina y ambición artística para ser la pareja de un viudo archimillonario, que no apreciaba su voz, sino que todo el resto.
Nueve años de convivencia no sirvieron para un final feliz. Onassis la abandonó para casarse con Jacqueline Kennedy y María tuvo que enterarse por la prensa. Intentó volver a cantar, pero ya no logró recuperar el nivel que una vez tuvo. En la década anterior había gastado toda su mejor energía y capacidades en recorrer todos los registros: del bel canto al verismo, de la comedia bufa a la tragedia.
Debutó en el cine en “Medea” dirigida por Pier Paolo Pasolini y ella, miope, pensó encontrar en él un nuevo amor, pero el cineasta era homosexual como Visconti y Zeffirelli. Su caída posterior sería en vertical.
Tercera parte: el silencio
Es dramático pensar que de María Callas existan tan pocos registros audiovisuales y ninguno de una ópera completa, siendo que era “la más grande actriz existente desde Eleonora Duse”, según Visconti. En un arte escénico como la ópera el talento histriónico es una perla rara. La mayor parte de los grandes cantantes solían ser actores básicos, como Björling, Pavarotti, la Caballé o la Sutherland. Callas subió la medida de la interpretación a un punto que daba temor subirse al escenario con ella.
Todavía es posible apreciar la medida de su magia escénica viéndola en algunos registros parciales, como el segundo acto de “Tosca”, grabado junto a Tito Gobbi en la Ópera de París en 1959 y que es una joya histórica por contener a dos mitos líricos, enfrentándose en una escena dramáticamente perfecta.
También existen otros dos recitales completos, grabados en Hamburgo en 1959 y 1962, en los que la actriz Callas es tan competente como la cantante lírica y ambas sumadas justifican una fama.
En el segundo de ellos escuchamos el preludio de “Carmen” que dura varios minutos, en los que Callas en escena debe esperar para cantar la célebre y popular “Habanera”, mientras se encarga de hacerse venir el personaje de Bizet. Es un momento verdaderamente mágico en el que se predispone a abandonar sí misma para habitar la cigarrera. Pequeños movimientos, gestos casi internos, una mirada que comienza a ser coqueta, un brazo que de la languidez pasa a ser un arma de seducción puesta en la cadera, el pecho que se alza, la cabeza que se inclina hacia un lado, los labios que parecen engrosarse para un desafío mayor. En esos pocos minutos tenemos a Carmen en silencio, asomándose bajo la pesadez del maquillaje, las joyas y el peinado a la moda de la soprano, transfigurada en una mujer de pueblo, sudorosa y vulgar, impetuosa y atrapada en una sensualidad desbordada. Pero Callas no la imita, la habita. Resulta difícil creer que nunca representó en el escenario a la famosa gitana. No por haber sido escrito para la cuerda de mezzo-soprano (a la que Callas podía alcanzar perfectamente), sino por no creer en el personaje.
También la Rosina de “El barbero de Sevilla” de Rossini es para mezzo-soprano y Callas la hizo suya de tal manera que también se volvió referencial en su interpretación. En Hamburgo es posible verla y oírla en la famosa cavatina “Una voce poco fa”, que es el exacto contrario de Carmen. Bajo los estucos pesados de la moda de finales de los cincuenta, la cantante acoge a la niña inocente cuyo tutor la tiene encerrada para que nadie se quede con su substanciosa dote, sin darse cuenta de la fuerte y decidida personalidad que encierra. Sus “ma” (pero), verdaderos latigazos rítmicos, se han vuelto legendarios.
Para qué decimos algo de su “Madame Butterfly”, (grabada con von Karajan en la dirección) de la que hizo pocas representaciones y que con fraseo meticuloso y dúctil garganta, logró conformar una niña ilusionada por el amor con una candidez que pocas otras intérpretes han podido lograr. Es esta característica, puramente dramática, la que eleva el final a la altura trágica que rara vez se alcanza, conformándose con su sucedáneo: el melodrama romántico.
De sus mejores personajes habría que seguir con “Medea”, “Norma”, “La Gioconda”, “El pirata”, su definitiva “Lucía de Lammermoor” y finalmente la “Tosca” más espléndida nunca grabada en disco, que sería además el primer y último personaje interpretado por Callas en el escenario.
Pero cuando la cantante guardaba silencio y la celebridad se quedaba quieta, ahí estaba María expuesta, como una montaña de expresividad sensible, de “recónditas armonías de bellezas diversas”, como la describe el galán de “Tosca”. Cuando en el segundo acto ella implora una salvación imposible y canta el aria “Vissi d’arte”, es decir Viví de arte, viví de amor, nunca hice daño a nadie… ahí el personaje, Floria, la cantante, Callas, y la mujer María, se convierten en una trinidad estremecedora que no admite, todavía, separar sus partes para comprender su embrujo.
En los pocos rastros audiovisuales que poseemos podemos todavía imaginar a la sublime actriz que su voz telúrica fue capaz de producir. Son como las huellas que permiten reconstruir un animal, los signos de un idioma misterioso aún no descifrado, los ecos de un aullido primordial.
Vera-Meiggs